En un tiempo donde todo parece medirse en seguidores, métricas y likes, el Evangelio nos recuerda que lo esencial sucede en lo oculto, allí donde solo Dios ve. Jesús lo expresó con una enseñanza desconcertante: «cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha» (Mateo 6:3).
El discípulo que aprende a vivir en esa dinámica experimenta algo que el mundo desconoce: una paz que nace de saber que el único espectador necesario es Dios mismo.
El servicio oculto libera de la tiranía de la imagen pública. Nos desata de la obsesión por las métricas, por los seguidores, por las estadísticas de aprobación. En un tiempo donde el valor de una persona – y también el de un ministerio – parece medirse por el número de vistas, likes o compartidos, la invitación de Jesús se vuelve profundamente contracultural. Servir sin ser visto es un acto de resistencia espiritual.
El Maestro nos mostró el camino con su propia vida. Tras multiplicar los panes, cuando la multitud intentó coronarlo rey, Jesús se retiró solo al monte (Juan 6:15). Él no necesitaba que la multitud confirmara su identidad ni su misión. Y, sin embargo, cuando llegó la hora de ser levantado, no en gloria humana sino en humillación, no huyó. Aceptó ser expuesto en la cruz, sin defensa, para mostrar que el verdadero poder no consiste en la apariencia, sino en la entrega. ¡Qué contraste tan abismal con nuestra lógica humana, que busca los aplausos en lugar del silencio, los honores en vez de la renuncia!
Hoy vivimos un cristianismo tentado a la exhibición. El presupuesto de algunas iglesias destina más fondos a community managers que a ayuda solidaria. Se invierte más en cámaras de alta definición que en consolar a los quebrantados de corazón. La obsesión por la “excelencia” técnica muchas veces oculta una profunda negligencia pastoral. Mientras las redes sociales rebosan de producciones impecables con luces, escenografías y ángulos perfectos, incontables hermanos esperan una llamada, una visita, una oración sencilla en medio de su dolor.
No se trata de demonizar la tecnología ni el uso responsable de los recursos modernos. La comunicación digital es una herramienta poderosa que, usada con sabiduría, puede acercar el Evangelio a quienes nunca pisarían un templo. El problema comienza cuando el brillo de la pantalla reemplaza la luz de la presencia; cuando el cuidado de la estética desplaza el compromiso con la misericordia. El peligro está en creer que el ministerio es un espectáculo que debe impresionar, en lugar de un servicio que debe encarnar el amor de Cristo.
Jesús nunca buscó impresionar. Tocó al leproso, aunque eso lo volviera “impuro a los ojos de la ley”. Se sentó a la mesa con los rechazados, aunque lo acusaran de ser “amigo de pecadores”. Hoy Jesús estaría cancelado. Sin embargo, lloró junto a los que lloraban, mostrando que el Reino no se construye con discursos brillantes, sino con la cercanía humilde del amor. La gloria de Dios se reveló en lo pequeño, en lo frágil, en lo despreciado por el mundo.
El verdadero servicio cristiano no necesita vitrinas. Su escenario favorito sigue siendo el cuarto oculto de oración, donde nadie toma fotos. O la sala de hospital donde la única luz es la tenue lámpara del pasillo. O la mesa sencilla donde se comparte un pedazo de pan con el hambriento. Allí, lejos de los reflectores, se despliega la belleza del Evangelio.
El Reino de Dios no crece por algoritmos ni se sostiene por likes. Se edifica con ladrillos invisibles: la oración secreta, la ofrenda callada, el gesto que nadie aplaude pero que llega al cielo como un perfume agradable. Esos actos, aparentemente pequeños, son los que sostienen a la iglesia de generación en generación.
Servir sin ser visto nos devuelve la alegría de la sencillez. Ya no tenemos que vivir midiendo nuestra eficacia por los aplausos del público. No necesitamos fabricar una reputación que se ajuste a las expectativas de la gente. Descubrimos que lo que vale es que Dios sea testigo de nuestra vida. Al fin y al cabo, cuando llegue el día de estar ante su presencia, Él no preguntará cuántos seguidores acumulamos, créeme que no.
La libertad de servir sin ser visto es la libertad de descansar en la mirada del Padre. Una mirada que ve en lo secreto y que recompensa en público. Una mirada que no se deja engañar por filtros ni escenografías. Una mirada que penetra hasta lo más íntimo y, aun así, nos llama hijos amados.
Quizás el mayor desafío de la iglesia hoy no sea aprender nuevas técnicas de comunicación, sino redescubrir el gozo del servicio oculto. Volver a la oración secreta. Volver a la visita sin cámaras. Volver a la ofrenda anónima. Volver al abrazo sincero que no necesita publicarse. Porque en esas pequeñas fidelidades, invisibles al ojo humano, se manifiesta la grandeza del Reino de Dios.
Foto: Un algoritmo es un conjunto de instrucciones para resolver un problema.
Fernando Esteban Rodríguez
Fernando Esteban Rodríguez es Orientador superior en teología y licenciado en Teología, graduado del Seminario Internacional Teológico Bautista SITB de Buenos Aires. Dirige el programa de estudios Prosigue a la Meta.
Es autor de cuatro libros: “Las Tablas y el Madero”, “De las palabras al Mensaje: Explorando las claves de la interpretación bíblica” “Apocalipsis, de la angustia a la esperanza” y “Creer con razón”.