El Sello

Buenos Aires, sábado 23, agosto 2025
El tiempo - Tutiempo.net

Cuando la adoración ofende a Dios

23 de agosto de 2025
👁‍🗨 145077

En tiempos de Amós, Israel vivía una aparente prosperidad. Las fiestas religiosas se celebraban con esplendor, los cánticos resonaban en los templos, y los sacrificios se ofrecían con regularidad. Desde afuera, parecía que todo marchaba bien. Pero desde el cielo, Dios veía otra cosa. El corazón del pueblo estaba lejos de Él, y su justicia… ausente.

Amós no tuvo miedo de alzar la voz. Con palabras que aún hoy sacuden, el profeta denunció que la adoración sin justicia no solo es inútil, sino ofensiva para Dios: «Aborrezco, desprecio vuestras fiestas, y no me complazco en vuestras asambleas solemnes» (Amós 5:21). ¿Por qué tanto rechazo? Porque mientras el pueblo cantaba, los pobres eran ignorados. Mientras se ofrecían ofrendas, el derecho era torcido. Mientras se hablaba de Dios, se callaba el clamor del necesitado.

No es una denuncia aislada. Isaías lo expresó con la misma fuerza: «¿Para qué me sirve la multitud de vuestros sacrificios? […] No soporto la iniquidad unida con la asamblea solemne» (Isaías 1:11-13). Y Miqueas, con una ironía que nos hace pensar, preguntó si acaso Dios se agradaría de mil carneros o de un primogénito en sacrificio, para luego recordar lo esencial: «Él te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno: hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8).

Estas palabras, dichas hace siglos, siguen resonando hoy. ¿De qué sirve levantar las manos en adoración si al bajar los brazos no extendemos ayuda? ¿De qué sirve decir “amén” con fervor si ignoramos al que sufre al lado? La fe verdadera, la que agrada a Dios, no se encierra en el templo ni se limita al domingo. Se vive en las calles, en las decisiones diarias, en cómo tratamos al otro.

Los profetas no estaban en contra del culto. No rechazaban las canciones ni los sacrificios por sí mismos. Lo que denunciaban era la desconexión entre el culto y la vida. Porque cuando se alaba a Dios y se oprime al hermano, cuando se celebra la gracia y se niega la justicia, esa adoración se vuelve una farsa. Una hipocresía que Dios no soporta.

Amós lo dice sin rodeos: «Venden al justo por dinero, y al pobre por un par de sandalias» (Amós 2:6). Isaías condena a los que acaparan tierras, dejando sin lugar a los demás (Isaías 5:8). Miqueas describe con crudeza a los líderes que devoran al pueblo como si fuera carne en una olla (Miqueas 3:3). Son imágenes duras, pero necesarias. Porque el pecado no es solo personal: también es estructural. Hay sistemas enteros que oprimen, que excluyen, que empobrecen, y los profetas nos enseñan que la fidelidad a Dios implica denunciarlos.

Esto no es política partidaria. Es fidelidad al evangelio. Jesús mismo, siguiendo esta línea profética, dijo que vino a dar buenas noticias a los pobres, libertad a los cautivos y vista a los ciegos (Lucas 4:18). Su Reino no es un lugar etéreo: es una realidad concreta, donde la justicia fluye, donde los últimos son los primeros, donde cada ser humano es tratado con dignidad.

El llamado profético no es solo para predicadores. Es para toda la iglesia. Cada creyente está invitado a vivir una fe que transforma, que no se conforma con asistir, cantar y ofrendar, sino que busca reflejar el corazón de Dios en el mundo. Un corazón que ama la justicia, que se indigna ante la opresión, que llora con los que sufren y actúa con compasión.

El verso de Amós 5:24 es uno de los más poderosos de toda la Biblia: «Que el juicio corra como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo». No dice que la justicia caiga como una lluvia ocasional, ni que brote como una fuente tímida. Habla de un torrente: fuerte, constante, imparable. Así debería ser nuestra respuesta al llamado de Dios. No un gesto esporádico, sino un compromiso diario.

Hoy, más que nunca, necesitamos profetas. No solo en el púlpito, sino en las aulas, en las oficinas, en los barrios. Personas que vivan una fe que no separa el culto de la ética, que no calla ante el abuso, que levanta la voz por los que no pueden hacerlo. Porque adorar a Dios de verdad implica amar al prójimo con hechos.

La adoración que agrada a Dios es aquella que se traduce en justicia, misericordia y humildad. Todo lo demás—por más solemne o emotivo que parezca—puede ser ruido vacío. Que el Señor nos conceda ser una iglesia con manos limpias y corazón sensible. Una iglesia donde la justicia no sea un tema más, sino un fruto evidente de nuestra comunión con Dios.

Fernando Esteban Rodríguez

Fernando Esteban Rodríguez es Orientador superior en teología y licenciado en Teología, graduado del Seminario Internacional Teológico Bautista SITB de Buenos Aires. Dirige el programa de estudios Prosigue a la Meta.

Es autor de cuatro libros: “Las Tablas y el Madero”, “De las palabras al Mensaje: Explorando las claves de la interpretación bíblica” “Apocalipsis, de la angustia a la esperanza” y “Creer con razón”.

/ferestebanrodriguez

 

Compartir